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El
juego de Julián
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Un
cuento de Abelardo (Alejandro Hippólito) ilustrado
por Rey Carbono.
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La
mañana se deshacía como un mal sueño a través de la cortina
del comedor. Julián se había dejado llevar por aquel collage
ondulante de luces, sombras y líneas quebradas que se completaba
sobre la pared.
El
tiempo estaba hecho para perderse en aquella letanía de domingo y
las manos de Julián eran parte del mantel sobre la mesa del
comedor, ensayando un mimetismo ocasional de telas y de carne.
La
emoción había abandonado los días de Julián, o no había
estado nunca.
Pensaba,
lentamente, deteniéndose en el sopor del sueño aparente que nos
invade cuando detenemos la mirada en un punto fijo que nos separa
del cuerpo. Puso su mente a la deriva, la dejó hundirse y emerger
en la espesura de ese prisma que combinaba las piezas a su antojo.
Permaneció,
por más de quince minutos, meciéndose como un péndulo entre la
nada y la conciencia.
De pronto, una idea le arañó la espalda.
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Qué
pasaría si tuviera que obedecer la sentencia absoluta del
destino, si sus pasos, de ahora en más, estuvieran signados por el
azar, si cada día fuera como un casillero y él se transformara
en la ficha de un juego descomunal, que abarcara todo su mundo.
Sus
ojos se movían, ahora, como moscas en un frasco, el corazón le
prometía un estallido de emoción y de asombro. ¿Sería posible
arremeter contra esa existencia que lo arrojaba siempre contra los
rincones, al margen de sus propios deseos?
Se
levantó con energía desbordante de la silla que ya formaba parte
de su cuerpo, corrió por el pasillo hasta el cuarto del fondo
donde guardaba pilas de papeles y objetos que jamás se atrevió a
tirar a la basura. Revolvió dentro de una caja, escarbó como un
perro en la tierra, hasta que extrajo del fondo un
pedazo de madera, un cubo sin inscripciones como un dado
despoblado.
Lo limpió con una de las mangas de su camisa, lo dejó sobre la mesa
del comedor y corrió a la cocina para volver al poco tiempo con
un manojo de cuchillos diferentes. En un estado total de exaltación,
talló en la madera figuras que se le iban revelando,
cada cara del
dado se fue degradando en virutas que saltaban sobre la mesa para
dejar al descubierto seis pequeñas heridas.
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Así quedaron expuestas las figuras de un pájaro, una mano, un
ojo, una nariz, una oreja y una boca.
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Se quedó un instante respirando torpemente, aquellos estigmas sobre
las seis caras del dado se alejaban de su voluntad inicial para
aparecer distantes, ajenos, como si otra mano los hubiera tallado.
Se
levantó de su silla, dio algunos pasos cercanos a la mesa, no sabía cómo continuar, apoyó los puños sobre la madera mirando
fijamente el cubo que había moldeado. Con un impulso repentino,
corrió una vez más hasta la cocina, se detuvo frente al
calendario y con furia quirúrgica arrancó la hoja de agosto.
Regresó
al comedor, dispuso la hoja sobre el mantel cerca del dado.
Faltaba
algo.
Con
miga de pan, sus manos de improvisado artesano modelaron una
figura de hombre, que finalmente se sostuvo de pie.
El dado, la hoja con los días dispuestos en
cuadrados, y la figura del pequeño caminante era todo lo que
necesitaba para quebrar la monotonía que lo mantenía atrapado.
En
una hoja de papel amarillo que tenía al lado del teléfono anotó,
por impulso más que por razón, seis acciones a seguir según la
figura que saliera en el dado. Sintió un placer conmovedor, como
si fuera por primera vez dueño de algo.
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Las
reglas de aquel juego que se disponía a ejecutar no contemplaban
margen para la duda o la interpretación antojadiza. Eran
instrucciones implacables, cada acción debería ser cumplida en
el lapso de un día, un cuadro del calendario. La figura avanzaría
con cada jornada si él cumplía con aquel pacto secreto que lo
distanciaba de la propia voluntad y lo ponía en manos del azar
como las velas de un barco.
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El
juego estaba pensado para ser jugado, no para lograr un fin.
Julián
sería la pieza del tablero obediente al designio del dado, y día
tras día saldría a la calle con un mandato que cumplir. Si el
ojo signaba la jornada, hasta las doce de la noche de ese día
les negaría la mirada a las personas que no toleraba. Si salía
boca, le estaría prohibido mentir, ni en lo más mínimo podría
disimular la verdad durante ese día. Si, en cambio, la figura de
la nariz resultaba la elegida por el azar, debería mostrarse
orgulloso y altivo frente a todos sin importar a quién tuviera
enfrente. La mano le impondría el golpe o la caricia, sería justo
e imparcial durante todo el día. La figura de la oreja reclamaría
la atención de todos, a la vez lo obligaría a escuchar a
aquellos que frecuentemente ignoraba. El pájaro, sexta y última
posibilidad, le permitiría un día de absoluta libertad para
hacer lo que quisiera.
Nadie
debería saber jamás que estaba jugando un juego con un solo
jugador, que todos eran parte del tablero y que el premio era la
emoción de cada día.
Aquella noche se debatió entre pesadillas similares a las que nos
invaden cuando la fiebre nos ocupa todo el cuerpo, las figuras del
dado que había tallado aparecían como heridas, marcadas a fuego en su
cuerpo que se retorcía sobre arena y piedras.
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A las ocho de la mañana,
hora que se había fijado hacer el primer lanzamiento, caminó
hasta la mesa del comedor, disfrutó el temblor de su mano tomando
el dado, bañada en sudor, la pieza de madera abandonó los dedos
de Julián para rebotar un par de veces en la mesa. La respiración
se detuvo en toda la casa. La figura para aquel primer día era el
ojo.
No pudo dejar de sonreír mientras se vestía.
Antes de salir, acomodó el hombrecito de miga de pan sobre el
primer
casillero del almanaque, lunes 3 de agosto.
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En el ascensor sintió la tentación de mirarse en el espejo, pero
decidió que era una buena forma de comenzar si esquivaba su
propia mirada, ya que aquel que lo desafiaba detrás del vidrio no
era, todavía, de su agrado.
Caminó
las seis cuadras hasta la oficina, observando al enjambre de
desconocidos que se cruzaron en su camino con el indulto que les
prodigaba aquel anonimato. Al entrar al edificio de la empresa de
seguros, saludó cálidamente a Luis, el portero, por quien sentía
un moderado afecto.
En
el ascensor optó por la seguridad de la mirada al vacío, no quería
que la sorpresa de la puerta automática lo topara de frente con
alguno de los muchos seres que despreciaba en aquel lugar.
Descendió
en el noveno piso y se dirigió a su escritorio rápidamente,
saludando mecánicamente sin mirar a nadie, escudado en su fama de
tipo parco e introvertido.
Hasta
ahora todo iba bien.
Cerca
del mediodía surgió una reunión inesperada, lo convocaron a la
sala privada donde su jefe y el contador le expusieron una serie
de estúpidas reformas sobre las pólizas. Casi no escuchó lo que
le decían, concentrado en el movimiento de la cuchara en el
pocillo de café. Detestaba a su jefe y el contador parecía
simplemente una serpiente obsecuente y letal.
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Sólo
se dedicó a asentir con la cabeza y se retiró saludando de
espaldas. Su jefe y el contador se miraron sin entender qué le
pasaba a Julián, tal vez un mal día, aunque no le conocían un
día bueno.
Comió
solo, en su escritorio, y descansó su penitencia en los ojos de
Silvia, que pasó a su lado rumbo a la salida. Aquella mujer era,
tal vez, la única persona que justificaba cada día en esa
empresa.
La
tarde la dedicó al archivo. Nadie iba por lo general al salón
repleto de ficheros y podía evitar cualquier mirada que le
hiciera perder aquel juego en la primera jornada. No podía dejar
de sentirse dichoso por cada hora que pasaba, cada pequeña
victoria era una revancha que le llenaba el pecho.
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Volvió
a su casa caminando, como siempre, incomodando a la gente con un
desborde de miradas directas.
Dejó
su saco sobre la silla del recibidor, pasó junto a la mesa y
observó el calendario con una sonrisa triunfal.
Esa
noche durmió serenamente, aquel juego lo había devuelto a la
vida.
Al
día siguiente se despertó con inusitada energía, pasó por el
comedor rumbo a la cocina y se detuvo en seco. Giró despacio su
cuerpo hacia la mesa del comedor y pudo ver claramente cómo la
pequeña figura de miga de pan se encontraba de pie, en el cuatro
de agosto.
No
recordaba haberla puesto allí, se suponía que movería la pieza
recién hoy después de tirar el dado.
Pronto abandonó aquel estupor inicial, confiado en que la emoción del día
anterior le había hecho olvidar ese detalle.
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Bebió
su café mirando el dado fijamente, luego lo tomó con dos dedos,
lo sintió bailar dentro del puño y lo arrojó sobre la mesa.
La
mano fue el símbolo que eligió la suerte, hoy debería ser un
hombre justo.
Y
así fue que debió pagar lo que debía, reconoció errores que
hubiera preferido negar, habló con su padre para saldar una
deuda
de sangre y fue un hombre justo hasta el límite de su propio
juicio. El juego ocupaba todas sus emociones, le absorbía el
tiempo y los sentidos, lo empujaba con fuerza cada día y lo
calzaba en una coraza que no era su cuerpo, que se le revelaba
como el cuerpo de otro hombre que, simplemente, jugaba un juego.
Poco a poco, la figura del hombrecito avanzaba en
el tablero por propia voluntad, y Julián no recordaba cuándo fue
que aquello dejó de asombrarlo.
Doce de agosto, quince, veintidós. Fue soberbio y temeroso,
altanero y justo, escuchó y se hizo escuchar, y fue libre el
veinticuatro de agosto.
Agotado,
al límite de su propia excitación, ajeno a su voluntad y cautivo
de aquel juego que había creado, decidió que el fin llegaría
cuando la suerte eligiera pájaro tres días consecutivos.
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Aquello
podía ocurrir esa semana o podía no ocurrir jamás.
Pero creía que el azar, que dominaba su vida desde el tres de agosto,
debía decidir cuándo sería la última tirada de los dados.
Agosto
llegó a su fin, y septiembre y octubre.
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Julián
era un espectro, en más de una oportunidad sintió deseos de mirar
a su jefe a los ojos y gritar que por fin había perdido, quiso
ser obscenamente injusto, sin ganas de escuchar a nadie, sin
orgullo y sin soberbia decidía sin embargo seguir adelante, por
dos razones tan extrañas como naturales a esa altura de los
acontecimientos.
El
pequeño humanoide seguía moviéndose cada día, de cuadro en
cuadro, acaso por una oculta faceta de Julián, quien se suponía,
para ese entonces, como sonámbulo o demente.
Por otra parte, el
azar jamás había elegido la figura de la boca.
Hasta
que el 24 de noviembre, la boca salió.
Julián bajó temblando por las escaleras, salió a la calle aturdido,
tambaleándose entre la gente gritaba que todo era un juego, que
quería volver a ser Julián y no un muñeco de miga en un tablero
descomunal. Le gritó a su jefe que era una basura y a Silvia que
la amaba, dijo tantas verdades que le dolía la garganta.
No
se calló una sola palabra ante nadie, perdió un amigo y el
trabajo. Volvió a su casa arrastrando los pasos por una calle
desierta, a las doce de la noche.
Los
tres días siguientes, se repitió la figura del pájaro.
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Creyó
ser libre por fin, creyó haber ganado. Volvió a su letargo
fantasmal, al transcurso de los días, a la seguridad de la
ausencia.
Sin
embargo, aquello que lo rescató del margen y lo convirtió en
testigo del abismo, lo despojó de su voluntad al límite de no
reconocerse.
El
treinta y uno de diciembre, mientras afuera son las doce y estalla
el cielo con su fiesta de colores, Julián se sienta en la mesa
con un pequeño cubo de madera entre los dedos.
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REY
CARBONO
músico,
dibujante, pintor, ilustrador, diseñador de portadas, realizador de
vídeos, organizador de conciertos
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